3 VERTIENTES NARRATIVAS DEL SIGLO XXI EN LAS NOVELISTAS MEXICANAS CONTEMPORÁNEAS

Vertientes narrativas del siglo XXI en las novelistas mexicanas contemporáneas

Gloria Ignacia Vergara Mendoza[1]

[1]Universidad de Colima (UCOL), https://orcid.org/0000-0001-9756-4512


RESUMEN:

En el presente artículo nos proponemos mostrar un panorama de las diversas rutas temáticas y estrategias literarias utilizadas por las novelistas mexicanas contemporáneas, para acercarnos a una visión crítica del sujeto y sus borrosidades, desde una perspectiva hermenéutica. Para ello, tomamos una muestra representativa de autoras nacidas en las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo XX: Beatriz Meyer, Patricia Laurent Kullick, Cristina Rivera Garza, Guadalupe Nettel, Bibiana Camacho, Daniela Tarazona, Alma Delia Murillo y Valeria Luiselli.

Palabras clave: Cuerpo habitado, metamorfosis, matrofobia, violencia, reconfiguración identitaria


RESUMO:

Neste artigo propomos mostrar uma visão geral das diferentes rotas temáticas e estratégias literárias usadas pelas romancistas mexicanas contemporâneas, para abordar uma visão crítica do sujeito e sua indefinição, a partir de uma perspectiva hermenêutica. Para fazer isso, tomamos uma amostra representativa de autoras nascidas nos anos 60, 70 e 80 do século XX: Beatriz Meyer, Patricia Laurent Kullick, Cristina Rivera Garza, Guadalupe Nettel, Bibiana Camacho, Daniela Tarazona, Alma Delia Murillo e Valeria Luiselli.

Palavras-chave: Corpo habitado, metamorfose, matrofobia, violência, reconfiguração identitária


ABSTRACT:

In this article we propose to show an overview of the different thematic routes and literary strategies used by contemporary Mexican novelists, to approach a critical view by the Subject and his fuzziness, from a hermeneutical perspective. To do this, we took a representative sample of authors born in the 60s, 70s and 80s of the 20th century: Beatriz Meyer, Patricia Laurent Kullick, Cristina Rivera Garza, Guadalupe Nettel, Bibiana Camacho, Daniela Tarazona, Alma Delia Murillo and Valeria Luiselli.

Keywords: Body inhabited, metamorphosis, motherphobia, violence, identity reconfiguration


Introducción

En el presente artículo nos proponemos mostrar un panorama de las diversas rutas temáticas y estrategias literarias utilizadas por las novelistas mexicanas contemporáneas para acercarnos a una comprensión crítica del sujeto y sus borrosidades, desde una perspectiva hermenéutica, desde los presupuestos teóricos de la interpretación de Paul Ricoeur y la noción de obra de arte literaria de Roman Ingarden. Para ello, tomamos una muestra representativa de escritoras nacidas en las décadas de los 60, 70 y 80 del siglo XX: Beatriz Meyer (1961)[2], Patricia Laurent Kullick (1962)[3], Cristina Rivera Garza (1964)[4], Guadalupe Nettel (1973)[5], Daniela Tarazona (1975)[6], Alma Delia Murillo (1979)[7] y Valeria Luiselli (1983)[8]. La mayoría de ellas han incursionado en otros géneros como el ensayo, el cuento, la poesía y la crítica literaria. Algunas son periodistas, profesoras, investigadoras y varias cuentan con estudios de posgrado y pertenecen al Sistema Nacional de Investigadores y/o de Creadores de México. Hay una variedad de perfiles tanto en el campo creativo como en el profesional. Por esto, como por su calidad artística, podemos afirmar que la narrativa mexicana del siglo XXI goza de buena salud. Y dentro de ella, el papel de las mujeres destaca sobremanera.

En las revisiones sobre la novela y en general sobre la narrativa mexicana actual que hemos hecho, vemos que es común hablar del realismo en múltiples facetas (especialmente del realismo sucio y el realismo de la violencia). En este panorama encaja el subgénero de lo fantástico, relacionado con la narrativa de lo inusual, como un mundo de desdoblamientos que se cruza con la denominada autoficción en la narrativa contemporánea. Así pasa en Los ingrávidos de Valeria Luiselli (en donde la vida del poeta Gilberto Owen se entrevera y se confunde con la narradora y otros personajes) o La cresta de Ilión de Rivera Garza (en que aparece la escritora Amparo Dávila como personaje).

El subgénero llamado «realismo de la violencia», nos acerca a obras en donde la familia se vuelve centro de discusión, como pasa en La Giganta, de Patricia Laurent Kullick, y El niño que somos, de Alma Delia Murillo. Estas problemáticas se ven desde una perspectiva de la interioridad del sujeto; más que lo externo, destaca la situación interna de los personajes. Según Serratos, en las narradoras contemporáneas hay cierta “desconfianza del realismo [...] cargado de policías, detectives decadentes [y] narcotraficantes míticos” (2017, p. 96). Los mundos que apuntan las novelistas mexicanas enfatizan lo abyecto, el doble, la matrofobia, el desamparo y el abuso infantil, que se nutren de estrategias discursivas como: la metamorfosis, el cuerpo habitado-poseído, los fantasmas, los cuerpos deformes o mutilados, la enfermedad. Con la metamorfosis del cuerpo, por ejemplo, se vislumbra un cambio en la identidad del sujeto. Debido al tratamiento de las problemáticas, nuestras autoras han sido relacionadas por algunos estudiosos, con Kafka, Lispector y Borges. Esto ocurre principalmente cuando se habla de Patricia Lourent Kullick en El camino de Santiago y La Giganta; Guadalupe Nettel en El huésped y Daniela Tarazona en El animal sobre la piedra.

La metamorfosis

La metamorfosis es una estrategia de sobrevivencia para los personajes que habitan el mundo siniestro en el que padecen todo tipo de crisis “internas, de personalidad o psicológicas o crisis externas y sociales”, como las nombra Serratos (2017, p. 96). Pero a la vez, la metamorfosis da lugar a la aparición de lo ominoso. La riqueza discursiva de la metamorfosis viene de la fábula, según Michel Serres (2011). En las fábulas clásicas, los personajes aprenden a luchar y salen adelante gracias a su poder de transformación. Hay, en nuestra cultura, como en toda comunidad, historias como la del cuerpo sin alma o “Puerco espín”, que podía transformarse para escapar de sus perseguidores. Frente a él, aparece el príncipe, quien recolecta poderes de los animales a los que ayuda y gracias a eso, puede vencer al puerco espín que tiene cautiva a la princesa Carolina. En este cuento recogido de la tradición oral mexicana, vemos que el príncipe se convierte en galgo, león, ave y esquilín[9], yendo siempre tras el monstruo hasta que finalmente lo vence y libera a la princesa. “Serres cree que las fábulas retratan cualidades corporales de potencias humanas a través del cuerpo animal y metamorfosis sensibles entre el hombre y el animal” (Cangi, 2011: 10). Esto permite cierta flexibilidad en el ser frente a su condición humana. Ovidio y La Fontaine ya lo mostraban en sus fábulas. “El encanto poderoso de la fábula, de los cuentos de hadas, de la danza y de los fetiches emana de esas simulaciones múltiples” (Serres, 2011, p. 65).

En El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona, la protagonista se refugia en la playa cuando muere su madre. Allí se transforma en reptil. Una tarde descubre un «pellejo fino» que se desprende de su cuerpo; lo contempla y lo reconoce: “Miro de nueva cuenta el pellejo, lo recojo con las dos manos, lo palpo. En la parte que cubría mi cabeza reconozco las cicatrices de la varicela que tuve en la frente; manoseo el pellejo porque quiero recordarlo con claridad. El pellejo es mi historia” (p. 39). Luego, la narradora tira el pellejo como si este fuera su pasado, la piel de la memoria que duele desechar. “Recojo el pellejo y lo llevo al basurero del baño. Lo miro allí, perdido para siempre, siento ganas de llorar porque no hay nadie a quien pueda contarle, me tiemblan las piernas” (p. 39).

Poco a poco, Irma (la narradora protagonista) nos cuenta su transformación. Al desprenderse de su piel, realiza otra acción que es desollar el pasado; incluso adquiere otra piel más gruesa como defensa de sí. Lo animalesco entonces no es visto como una degradación social, sino como una afrenta contra la soledad y el dolor. Esto le da la posibilidad de la sobrevivencia, al reconocer sus límites. Serres afirma que “solo los animales conocen límites, los del instinto; sin instinto, los hombres plantan su tienda frágil y móvil, sin muro ni protección contra lo ilimitado. ¿Quién sabe lo que puede el cuerpo?” (Serres, 2011, p. 54).

La actitud de resistencia es una marca distintiva importante en la novela de Tarazona; allí no ocurre la pesadilla de la cosificación, como pasa con Gregorio Samsa, de Franz Kafka, pues Irma no se ubica en el mundo burocratizado. Más bien, en la obra de Tarazona “la metamorfosis puede leerse como un escape de la ‘fragilidad emocional’. Asumir una piel más dura, animal, es acomodarse un caparazón que nos resguarda; una metáfora de la supervivencia ante una realidad, tanto interior como exterior, que nos embiste” (Nieto, 2009, s/p). Así, lo que nos muestra Daniela es la transformación del ser, frente a las situaciones límite. Por ello la metamorfosis de la narradora más que enfermedad es la cura: “Le dije que estaba enferma pero es lo contrario. Mi cuerpo sabe que comienza un ciclo evolutivo” (p. 57).

Al contrario de lo que ocurre en El huésped, de Guadalupe Nettel, cuando Ana va perdiendo la vista a medida que se adentra en el mundo ominoso de los ciegos, la narradora de Tarazona descubre nuevas habilidades en su transformación:

La hinchazón de mis facciones desapareció, a cambio, cuento con nuevas capacidades: cuando cierro los párpados puedo notar los contornos de las cosas, mis párpados son transparentes. Estas nuevas virtudes se agudizan con los días. Tengo mayor resistencia al calor y, en general, los motivos de angustia —como las voces de la gente en un sitio cerrado— ahora son asuntos sin relevancia (Tarazona, 2008, p. 58).

En la obra de Nettel, la transformación no es tan radical como en Irma. Pasa más en la interioridad de Ana, por lo menos hasta que se ve al espejo como otra, desconocida y con ciertas desventajas frente al mundo en el que se encuentra inmersa:

«Cada día se nota más» pensé. En el espejo, mi cara se veía casi esquelética: dos pómulos salientes, irreconocibles, ocupaban el lugar de los cachetes que nunca volvería a tener. No era mi rostro ya, sino el del huésped. Mis manos crispadas, la forma de caminar, reflejaban ahora una torpeza pastosa, la lentitud de quien ha dormido muchas horas e intenta despabilarse de golpe. Al mismo tiempo descubría con asombro una sensualidad nueva. Mis caderas y mis pechos, antes totalmente pueriles, eran cada vez más prominentes, como si los dominara una voluntad ajena. Poco a poco, el territorio pasaba bajo su control (Nettel, 2006, p. 124).

Un aspecto común entre estas autoras es que el sexo determina de manera contundente el cambio de sus protagonistas. Ana, de Nettel, queda más ciega después de tener sexo con el Cacho. En Tarazona la narradora dice: “Llegó el momento más estremecedor de mi transformación: perdí el sexo. Como mis articulaciones, ahora mi sexo está cubierto de una piel más gruesa” (p. 63). Ante esto, su compañero reacciona de una manera fría, diciendo que lo que le ocurre es más bien «producto de su mente». Y es que el sueño, el encierro, el delirio son atmósferas comunes que marcan la transformación del cuerpo, sea por desprendimiento o porque son habitadas por otro ser, como ocurre en Nettel o en Laurent Kullick.

Pero el punto culminante de la metamorfosis, tanto en Nettel como en Tarazona, es la maternidad. Como reptil, Irma está embarazada y en la soledad busca la sobrevivencia: “No quiero perder los atributos que me fueron dados para continuar viva. Quiero cuidarme” (p. 145). Luego, el hilo de la maternidad cierra la novela para ubicar a la protagonista en el espacio del hospital: “Cuando me inyectan para dormir no opongo resistencia. A mi edad ya vivo de manera dócil” (p. 163). Irma menciona la crisis que tuvo al enterarse que estaba en el hospital, habla de sus lágrimas de sangre. Pero ve la transformación como la salvación: “Hablaré del alivio. Diré que esta metamorfosis me salvó la vida. No había sentido antes la tranquilidad que se fraguó con el tiempo: yo era feliz” (p. 165).

En esta obra de Tarazona, la maternidad se antoja como una alucinación, pues en tanto que es reptil, lo que tiene la protagonista es un huevo vacío. Lo nebuloso viene de nuevo a la historia, en la última parte del texto, nombrada la ‘Fábula’. Parece que Irma hubiera inventado ese cuento en su diario, pues caemos en la cuenta de que la novela es una especie de diario. Con este final, todo podría haber sido un sueño o una realidad imaginada por Irma, en el contexto de su delirio. Así Tarazona nos ancla en la incertidumbre de si ocurrió o no dicha metamorfosis en el mundo siniestro de su protagonista. Pero quedarnos como su compañero, pensando que es producto de su mente, equivaldría a romper el encantamiento de los límites que representa Tarazona a partir del instinto animal, como diría Michel Serres.

La matrofobia

Nieves Ruiz (2018) hace notar, en su estudio sobre las madres enemigas y la narrativa de lo inusual, que el término ‘matrofobia’ fue utilizado por primera vez en 1973, por Lynn Sukenick, para hablar del miedo de la hija de repetir el rol de su madre, en un estudio sobre la narrativa de Doris Lessing. Rescata asimismo la referencia de Adrienne Rich, quien habló de la matrofobia, en 1976, con el fin de explicar la experiencia de la maternidad. Si bien el término surgió en Estados Unidos y se ha retomado en España durante los últimos años, la problemática relación madre-hija la encontramos también en la obra de Rosario Castellanos. De manera específica, en su novela Balún Canán (1957), representa la imagen de la madre realizando acciones que claramente desaprueba la narradora. Luego, esta escritora mexicana, en entrevista con Samuel Gordon (1975), confirmaría este conflicto con su madre:

Mi madre murió de cáncer. Un cáncer dolorosísimo con una agonía horrenda, y la teníamos a base de morfina. Entonces, mi papá, cuando mi mamá estaba agonizando —con la morfina, que nada más salía de un estado de sopor, para inmediatamente recibir otra dosis—, mi papá tenía gripe. Entonces mi mamá se levantaba, completamente mareada, completamente mal, descalza, agarrándose de las paredes, porque no podía ni mantenerse, para llegar hasta el cuarto de mi papá y preguntarle a él cómo había amanecido, porque era el Señor. Entonces mi papá se daba el lujo de darle la espalda y mirar hacia la pared, y de no contestarle. Cuando yo veía esto, yo a quien quería matar era a mi mamá, porque me parecía una abyección a tal punto, tan gratuita y tan innecesaria. Pero la cara de beatitud que ella ponía cuando comprobaba que él era ese monstruo... Regresaba a la cama... sonriendo. Era el orgasmo, ir y ver que el otro era capaz de llegar hasta eso... y perdonar. La que no pudo perdonar, fui yo. Perdonar a ella. Porque, además, a primera vista, la víctima era ella. Pero cuando uno va viendo toda la elaboración, la víctima era él. Lo había obligado a convertirse en eso. (Gordon, 1975, p. 38).

Para Rich, “la matrofobia se puede considerar la escisión femenina del yo, el deseo de expiar de una vez por todas la esclavitud de nuestras madres, y convertirnos en seres libres” (1986, p. 340). La hija experimenta un rechazo un tanto inexplicable que actúa sobre ella y la obliga a ser de cierta forma. Esto, según Luisa Muraro es un conflicto de orden simbólico, pues viene de “las estructuras profundas de la realidad humana, que nos hacen ser así o asá sin nosotros saberlo” (1994, p. 94), y que determinan aspectos como la identidad, lo femenino y la maternidad. Según Nieves Ruiz, “ese miedo o rechazo hacia la madre va unido a una fuerte atracción. Rich lo expresa de esta manera: «en un odio a la madre que llegue al extremo de la matrofobia, puede subyacer una fuerza de atracción hacia ella, un terror de que si se baja la guardia, se produzca la identificación completa con ella»” (2018, p. 7).

En la novela mexicana contemporánea escrita por mujeres abundan las representaciones de este conflicto denominado matrofobia, que nos permiten hacer un diálogo con Rosario Castellanos como antecedente importante. Si vemos los aspectos esquematizados como detalles de la matrofobia representada en Valeria Luiselli, podemos ver cómo este fenómeno se centra en la maternidad y se relaciona con la escritura: “La leche, el pañal, los vómitos y regurgitaciones, la tos, los moscos y la baba abundante. Los ciclos de ahora son cortos y urgentes. Es imposible tratar de escribir. La bebé me mira desde su silla de bebé — a veces con resentimiento, a veces con admiración” (2011, p. 26). Aquí, los roles de madre y escritora se alternan. Y en ese vaivén identitario, se despliega la matrofobia tanto en los sentimientos de la narradora madre, como en la representación que Valeria hace de la bebé, juzgada asimismo por sus sentimientos y actitudes hacia la madre. “Sé que cuando entre hoy al cuarto de los niños, la bebé percibirá mi olor y se estremecerá en su cuna, porque algún lugar secreto de su cuerpo le enseña desde ahora a reclamar su parte de aquello que nos pertenece a las dos, aquello que nos arrebatamos todos los días, los hilos que nos sostienen y nos separan. Le daré de comer.” (2011, p. 27).

Por su parte, Beatriz Meyer nos deja ver el desencuentro frontal con la madre en Meridiana. En esta obra, ninguna relación madre-hija prospera. Caya con su hija Esther y Esther con su hija Meche, establecen un cuadrilátero de lucha extraña, siniestra. El motivo aparente es que Mercedes está poseída por Meridiana, entonces se comporta como un demonio, causante de todas las desgracias. Desde el inicio de la novela, la madre se manifiesta contra la hija: “La madre soy yo. Y tú, Meridiana, llegaste al mundo para desgracia de los hombres que encontrarás —otra vez, como antes, como siempre— a lo largo y ancho de esta Tierra” (2016, p. 10). Luego la deja con la abuela, con quien crece hasta que sucede un famoso accidente en el río:

Mi madre me miró con una mezcla de compasión y furia.
— Bueno, mira. Fue consejo de tu psiquiatra. Luego de que estuviste a punto de morir ahogada en ese río, quedaste muy loca. Ni siquiera sabías cómo te llamabas. El doctor recomendó que nadie se refiriera a tu época malvada. (p.87)

Pero no hay espacio para el diálogo entre ellas. Discuten hasta por el matrimonio fracasado, circunstancia que por cierto se repite en las tres mujeres (abuela, madre e hija). El rechazo entre ambas es palpable, pues como afirma Margarita García, además del miedo a convertirse en lo que desprecia, entre Mercedes y su madre “la matrofobia tendría también otra explicación en el fuerte lazo, de indudable cariz biológico, que une a [las] dos mujeres que se transmiten, entre otras cosas, la capacidad para la maternidad” (p. 346).

En La Giganta, de Patricia Lourent Kullick, nos topamos con una madre que quiere envenenar a sus hijos. Cinco de ellos huyen, aunque el hermano mayor los recupera. La Giganta es vendedora de cosméticos, alcohólica, se prostituye. Es una madre que tiene a sus diez hijos al borde de la sobrevivencia y que vive en la línea del delirio y la desesperación, como narra su hija adolescente.

Tú te ibas a suicidar. Ahogarías en una tina de baño a tus diez hijos, ¿cómo sin que los mayores te descubran y corran? Primero los mayores. Pero si ya tienen trece, doce, once, diez años. Además no tienes tina de baño, tienes un baño grande para lavar la ropa, pero no lo suficientemente profundo.
— Arsénico en la comida.
— ¿Qué es arsénico?
— Es un veneno
— Sí, sí, pero ¿dónde se consigue? (Laurent, 2003, p. 9).

La Giganta mata los piojos echando DDT en todos lados, en la cabeza de sus hijos. “¿No será el DDT el culpable de que el cerebro salte de esta manera?” (p. 19). Los hijos son borradores mestizos del ADN francés e indígena mexicano, según La Giganta. “Tal vez tú no lo entiendas porque eres india de pura cepa, pero este coctel que se aventaron tú y el francés, más el DDT para los piojos, hacen que el ADN se revuelque histérico sobre su propio lodo” (p.45).

En esta autora, la noción de matrofobia está ligada al maltrato infantil, el abuso, el abandono que se manifiestan como circunstancias mantenidas listas para su concretización, según Roman Ingarden. La narradora nos muestra aspectos de ese mundo siniestro, enfrentando a la madre desde la segunda persona del relato: “Giganta, pues yo ya sé que cuando vas a trabajar tú sola, no vendes nada, ni traes huevos a casa. Llegas borracha, semi desnuda y hasta golpeada. Incluso has perdido tu bolso y tus productos” (p. 57).

La hija toma distancia aparente de la madre, pero ella misma asume el rol materno con sus hermanos pequeños: “Giganta me muero de miedo. / No puedo cerrar los ojos ni un segundo. Abrazo a Valeria y la aprieto de su pancita. Ella me observa. Mira mi frente, buscando quizás un signo de inteligencia, de esperanza, luego me toca la nariz, la boca y se acurruca en mi pecho” (p. 76). La Giganta es un fracaso total como madre. A Felipe, el cuarto hijo, lo viola un médico vecino. La Giganta, borracha no hace caso, hundida en su delirio:

El tequila te desflora el canto para convertirte en una diosa con la mirada volcada hacia adentro, la sangre mareada, dando vueltas en espiral desde los pies, haciendo figuras geométricas perfectas con las caderas, las piernas, las rodillas, los senos para salir en eructos primero, luego en roncas carcajadas, no importa que tu hijo Felipe, de apenas trece años, te haya dicho que el Doctor para quien trabaja, le mete el glande, pene, falo, aséptico, higiénico, limpio, saludable y lustroso pero extremadamente duro por el ano y le duele tanto. (p. 20)

En esta relación de amor-odio hacia la madre que abandona, surge la desolación; sin embargo, las estructuras sociales permanecen como ríos profundos que seguirán delineando el rol de la mujer que se reconfigura: “Ya pasaron varios días desde que se marchó Etienne y tú no has vuelto. Susana dice que estás suicidada y destrozada sobre algunas vías de ferrocarril y que ahora somos huérfanos, pero cuando ella se case con un príncipe nos adoptará a todos” (p. 131).

En El camino de Santiago, también pone de manifiesto Laurent Kullick la figura de la madre ausente o despreocupada de lo que vive la narradora con Mina en la calle durante su infancia. Ocurre lo mismo en El huésped y en El cuerpo en que nací de Nettel, en donde la madre no parece enterarse del mundo ominoso en que se hunden las adolescentes en esa etapa en que empiezan a explorar su cuerpo y su vida. Madres desapegadas, hijas que padecen la indiferencia materna o el abandono con familiares cercanos (abuelas o tías). Madres en proceso de divorcio, separación, o ruptura por violencia intrafamiliar, es lo que nos proyecta la matrofobia como ópalo del mundo narrativo de las mujeres en México.

Alma Delia Murillo, en El niño que fuimos deja ver el desamparo experimentado en la infancia. María, Óscar y Román cursan la primaria en un internado, se hacen amigos y viven múltiples aventuras: descubren el sexo, la venganza, la culpa. Luego se separan y 20 años más tarde se encuentran. Durante su estancia en el internado, Óscar pierde a su madre, María sufre la indiferencia de su familia y Román, huérfano, solo tiene a su tía. “La vulnerabilidad de no tener padres es tremenda. Por eso el internado se vuelve un lugar seguro, pero salir a la calle la vida es de terror. Yo quise contar todo eso”, confiesa Murillo. Y alrededor de esos temas, aparece el despertar sexual, visto como una de las borrosidades del sujeto adolescente, en donde se configuran gran parte de las prácticas identitarias que permanecerán en la edad adulta.

Los fantasmas y la escritura

Así como el tema de la escritura aparece relacionado con la matrofobia cuando hablamos de Valeria Luiselli, es recurrente la relación que encontramos entre la alteridad y la escritura, de manera especial con la representación de escritores que se insertan como personajes. Esto ocurre en La cresta de Ilión, de Cristina Rivera Garza, en donde aparece Amparo Dávila con un aire fantasmagórico en la Granja del Buen Descanso y trastoca la vida del médico de ese hospital para enfermos terminales.

En otros casos, como en los Los ingrávidos de Luiselli, los escritores-fantasmas se confunden con la voz narrativa. Al igual que Lispector hizo en La hora de la estrella, Luiselli diseña un plan de novela a través de su protagonista narradora. Solo que este plan va siendo engullido por otras historias que circundan: “La narradora de la novela tiene que ser una especie de Emily Dickinson. Una mujer que se queda para siempre encerrada en una casa, o en un vagón de metro, da lo mismo, hablando con sus fantasmas” (p. 38). Pero esos fantasmas son también los de la narradora y a la vez los de la autora hipotética que está haciendo autoficción: Lorca, Owen, Gorostiza, Novo, entre otros se desdoblan en su relato fragmentario. Pero es Owen el fantasma mayor. En la obra de Luiselli, dice González Arce:

el fantasma es la clave interpretativa que permite acceder a la dimensión metaficcional. Se trata, como se ha visto, de una novela que pone en abismo los diferentes elementos del relato, subrayando con ello el proceso de transmutación que ocurre al escribir sobre la vida ‘real’ (2016, p. 261).

La narradora-escritora de Los ingrávidos vive en México con su familia, pero quiere escribir sobre su pasado en Nueva York. Por ello va mezclando los tiempos y los relatos en una especie de gradación ambigua que se complica a medida que la memoria pone ante los ojos las relaciones extrañas con sus parejas y amigos. En la obra de Luiselli corren paralelas varias tramas: la de su vida presente en donde los hijos y el esposo son vigías del lenguaje que lucha por definirla, la trama que delinea su pasado y las pasiones escondidas, y la de una supuesta autobiografía de Gilberto Owen. Filadelfia. Filadelfia es una obra referida desde el proceso mismo de su creación. En este sentido, la temática y la técnica utilizada pone a dialogar la obra de Luiselli con el escritor Mario Bellatin. En esta dirección, la novela mexicana contemporánea muestra que además de la confusión temporal y espacial que había revolucionado la manera de representar los mundos en la literatura, hoy se pueden ver las tramas confundidas: ficción, metaficción y autoficción entreveradas y, por si fuera poco, también hay una metacrítica representada que vuelve vulnerable al personaje-escritor y que provoca una fascinación en el lector, quien también se convierte, desde luego en personaje, como ya se había hecho en textos como “Continuidad de los parques” de Cortázar. ¿Qué sigue después de este delirio narrativo, de esta invasión y desarticulación de roles?, podríamos preguntarnos. Porque en este mundo del ‘como si’ —según Ricoeur— y de los cuasi-juicios, —según Ingarden—, todo es posible. Ya no tienen que utilizar la invención de Morel para que los personajes del presente y del pasado se encuentren en un vagón de tren, como lo hacen la narradora de Luiselli y el poeta Gilberto Owen. Lo que sí empareja la representación de estos personajes, a la que hace Bioy Casares en su obra, es que ambas parejas (la hipotética Valeria Luielli y Gilberto Owen, así como Faustine y el narrador expresidiario en La invención de Morel) tienen la misma condición existencial. Es decir, para aparecer al lado de Faustine, el narrador de Bioy debe grabarse y por lo tanto alcanzar su condición de imagen. En Luiselli vemos que tanto la narradora como Owen alcanzan un estatus fantasmagórico o fantasmagórico intencional, como diría Ingarden. Son estos “distintos niveles narrativos de Los ingrávidos, que encajan unos en otros a la manera de las muñecas rusas.” (Licata, 2017, p. 2). En Luiselli la autoficción se revela como una fuerza extraordinaria cuando quedan aludidas características físicas propias (como pasa en Lecciones para una liebre muerta de Mario Bellatin), y su labor de creadora está ineludiblemente inmiscuida en la trama:

Vuelvo a la novela cada que los niños me lo permiten. Sé que debo generar una estructura llena de huecos para que siempre sea posible llegar a la página, habitarla. Nunca meter más de la cuenta, nunca estofar, nunca amueblar ni adornar. Abrir puertas, ventanas. Levantar muros y tirarlos. (2011, p. 20)

Aquí el proceso creativo se autoalude y se contrasta con el guion de cine que hace su marido. Dice la narradora: “sus personajes tienen voz y cuerpo. Los míos no existen. Él repite sus parlamentos cuando termina cada página. Dramatiza. Yo procuro emular a mis fantasmas; escribir como ellos hablan, no hacer ruido, contar nuestra fantasmagoría” (2011, p. 20).

Así, la literatura se autodefine en Luiselli cuando la narradora le dice a su hijo que está escribiendo una novela de fantasmas, cuando nos presenta a sus amigos fantasmas, sus autores fantasmas y más, cuando convierte el acto de la escritura en un ejercicio de borrosidades con la construcción de la autobiografía falsa de Owen. Esta dimensión apócrifa de la literatura que se nutre de las estrategias narrativas de lo fragmentario y la intertextualidad, significa un paso adelante en los estudios sobre la verdad literaria y su representación. Alude a una construcción del doble que nos acerca sin duda al mundo ominoso de Borges. Es, también coherente, “con la voluntad resueltamente innovadora que manifiesta Valeria Luiselli en su elocuente artículo la ‘Contra las tentaciones de la nueva crítica’” (Licata, p. 8) de 2012, en donde dialoga con la crítica que se hace de los escritores jóvenes.

El cuerpo habitado

“El cuerpo es un constructo cultural y, por lo tanto, histórico” (Muñiz, 2008, p. 16) que presenta cambios importantes en la adolescencia o en ciclos biológicos bien definidos como la maternidad. Estos cambios están en gran medida determinados desde la cultura. Como afirma Margaret Mead: “a partir de los enfoques antropológicos, las representaciones del cuerpo humano se convierten en imágenes performativas que proyectan valores sociales y sistemas simbólicos en la subjetividad de los individuos mediante los diferentes códigos que las construyen” (Muñiz, 2008, p. 22). En este sentido, el cuerpo es visto como un fenómeno discursivo, y puede ser concebido como el “centro de nuestras percepciones, generador de nuestro pensamiento, principio de nuestra acción, y rector, beneficiario y víctima de nuestras pasiones” (p. 23).

En la novela contemporánea de las escritoras mexicanas consideradas para nuestro estudio encontramos hoy sujetos deprimidos. Lo único que tienen es su cuerpo, pero esto resulta ser una apariencia, pues los cuerpos pertenecen a otro. Así, el cuerpo habitado adquiere la categoría de un abanico narrativo, en donde se insertan temas como la locura, la ceguera, las malformaciones y todo tipo de enfermedades y circunstancias que excluyen al ser humano de su círculo social y lo confinan a la oscuridad y ambigüedad del mundo. Esto los convierte en seres abyectos, abominables, siniestros.

Beatriz Meyer nos muestra cómo Mercedes es poseída por Meridiana, demonio femenino, amante de un papa[10] y exterminadora de los hombres. Su primera víctima es un pasante de medicina que se excitó en los cuneros al ver a la bebé succionar sus dedos:

La chiquilla siguió succionando, las dos manitas aferradas al resto de la enorme mano del interno. La lluvia, el calor del cunero, la sensación de aquella boca diminuta y húmeda en torno a su dedo ocasionaron una súbita erección que se manifestó debajo de la delgada tela del uniforme, exigiendo consuelo rápido. Sin saber que nunca completaría su internado en ese hospital, el pasante se sacó el crecido miembro y lo llevó a su máxima extensión con la mano libre. La explosión de semen alcanzó a salpicar los zapatos blancos de una enfermera que había entrado al cunero para llevar a la niña con su madre, quien acababa de salir de su trance de muerte como si no fuera esa la primera vez que resucitaba (pp. 9-10).

Pero Mercedes perdió la memoria de las tragedias causadas, al cambiar de alma en la adolescencia, mientras se ahogaba en un río, junto con una niña de su edad. Así que olvidó todo. En la historia, sabemos que se casó con un compañero de prepa, que sufrió maltrato por parte del marido y trató de escapar, pero los polleros la secuestraron y pidieron rescate por ella. Es gracias a un diario de su abuela y su encuentro con el busto de Meridiana que Meche se entera de condición.

Después, casi al final de la novela, encontramos otro episodio en donde Meridiana recupera el cuerpo perdido de Mercedes, justo cuando está viviendo una situación de violencia con el ex marido, quien trata de asfixiarla.

Emmanuel intentó levantarme, sin éxito. Entonces jaló de la cuerda y yo caí de rodillas en el piso. Siguió jalando para ponerme de pie. Entre las sombras y la sanguinolenta nebulosidad que se formaba frente a mis ojos, adiviné una figura. La niña. Mojada de pies a cabeza. Como salida de una tormenta. O de un río perdido en el pasado. Se acercaba cada vez más. Aún estaba hincada cuando vi los ojos de aquella criatura frente a mi cara. Cerca, cerca. La niña pasó a través de mi cuerpo malherido. La sentí acomodarse en algún lugar entre mi vientre y mi corazón. Emmanuel dio un nuevo tirón a la cuerda y me levanté. Uno de los mejores recuerdos de mi vida será siempre la cara de absoluto terror de mi ex marido cuando todas las furias del infierno se le fueron encima. (p. 136).

Emmanuel es asesinado y desmembrado ante la reacción de los presentes. Mercedes era de nuevo Meridiana: “Una visión que venía de muy adentro sustituyó la visión de mis ojos físicos. Sabía que los vecinos miraban aterrorizados aquel monstruo deformado por la batalla. Mis dientes aún goteaban un líquido oscuro. Trozos de carne se habían embarrado en las paredes, en el techo” (p. 139).

Esta imagen de los poseídos que habitan en los bordes de la exclusión es igualmente representada en Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza. Imelda es una muestra de ello. Se queda postrada, viendo al vacío, contemplando una ventana imaginaria, cuando

un súbito olor a azufre la lleva a vomitar y a estremecerse sin control. Su cuerpo se dobla en ángulos increíbles, las manos vacías se enredan con fuerza alrededor de un cuello invisible. La impureza viene de fuera. Es una plaga de hormigas, la caballería de un ejército en plena ofensiva, una tormenta. Satanás. Se esconde en los objetos y, ya dentro, intenta pasar inadvertido y destruir a la humanidad (p. 73).

Imelda lucha contra el demonio, y su cuerpo es el último resquicio para vencerlo: “Una espuma viscosa resbala por la comisura de sus labios. «Tú no podrás nada contra mí». Sus gemidos atraviesan el ambiente y como si este fuera un globo saturado de hielo, lo revientan en mil pedazos. Todo está bajo el poder del mal. Todo. No habrá salvación.” (p.73). Maestra. Soltera. Sus padecimientos la excluyen y le arrebatan la posibilidad de profesar al Santísimo Sacramento. En lugar de eso, sus rezos desordenados la confinan a La Castañeda, en donde la diagnostican como enajenada.

Estar poseída es una prueba de que el lugar de Imelda es el infierno: “Cuando todo se termina ya es de noche. Imelda yace sobre un charco de orines y de lágrimas. Lo único que puede tocar sin verse contaminada de la impureza de la sociedad es la piel sarnosa del perro que, mientras le lame los rasguños de las manos, le devuelve la paz” (p. 74).

Este es el entorno en el que Matilda, la protagonista de Rivera Garza, se encuentra recluida en La Castañeda, espacio abierto en 1910, como asilo y hospital psiquiátrico. Matilda, diagnosticada con esquizofrenia, resiste este confinamiento casi tres décadas, repitiéndose ante el horror de la realidad, la frase que da título a la novela: «nadie me verá llorar», mientras ve morir a sus amigos.

Matilda Burgos los ve morir, uno tras otro, durante los veintiocho años que permanece en el manicomio La Castañeda. Dice que todo empezó una noche de julio cuando un grupo de soldados le atajó el paso en la calle. Iba saliendo de trabajar del Teatro Fábregas y, envuelta todavía en una nube de éter, se negó a hacerles favores sexuales. Los soldados la mandaron a la cárcel y ahí un médico le diagnosticó inestabilidad mental. Después no menciona nada más. En veintiocho años ningún suceso la perturba y nada la hace llorar. Con el tiempo ha aprendido a reírse de todo. (p. 200).

Entre el testimonio de los expedientes consultados en La Catañeda y la ficción, Rivera Garza esquematiza ese mundo en donde los cuerpos no pertenecen sino a los bordes de un vacío sin fin, locura provocada por los miedos y construida por las normas sociales y el poder que oprime. Un mundo siniestro que nos dejó el siglo XIX con su visión determinista hacia los sujetos marginados, ubicándolos a partir de la anomalía psicológica y/o heredada. Así son vistos los personajes que encontramos en el espacio ominoso de La Castañeda bajo el denominador común de lo monstruoso y la locura. “Con las nociones de herencia, predisposición o instinto, tres formas de duplicar internamente la deformación externa, la psiquiatría explicaba las causas de la locura [...] fue así como a su paso el monstruo arrastró consigo no solo al loco, al criminal y al indio, sino también a la mujer, ya que ella [... también] era portadora de cierta animalidad, de cierta materialidad descontrolada, informe” (Gorbach, 2008, p. 241). Esto es lo que ocurre con Matilde Burgos en La Castañeda.

Lo monstruoso también aparece cuando hacemos la refiguración de personajes como La Giganta o la protagonista de El camino de Santiago de Laurent Kullick, así como en el mundo del orfanato que dibuja Alma Delia Murillo en El niño que fuimos. Aunque el monstruo haya sido silenciado con la lucha de los derechos individuales, como afirma Frida Gorbach, sigue visible a través del discurso. Si no tiene voz en la historia, en la literatura deja ver su cuerpo y habla; nos recuerda que es parte de la naturaleza humana, porque a través de nuestro cuerpo replanteamos una visión del mundo, como ocurre con las escritoras mexicanas del siglo XXI.

El camino de Santiago nos ubica también en el espacio del hospital psiquiátrico que veíamos con Rivera Garza y que se describe igualmente en El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona. En la obra de Patricia Laurent, la narradora, habitada por dos seres que la dominan, se debate en la lucha contra Santiago, quien controla sus acciones.

—Soy la única dueña del cuerpo —suplico.
Él argumenta que somos lo mismo.
Intento, con este amasijo de hechos, rescatar a Mina. Se encuentra en el azul índigo, tras pozos profundos, lagunas, construcciones vacías. Hace años que Santiago la esconde bajo estas amenazas. Escamotea mi nervio óptico para no rozar, ni por asomo, el túnel que conduce a ella. (p. 8)

Mina es la inocencia, la muestra primera del doble que reconocemos como la amiga imaginaria de la infancia. “Mientras Santiago rondaba el sueño, Mina me habitó con su asombro. Juntas descubrimos la tierra y el pavoroso mar. Sonidos y sabores. La pirotecnia del espíritu estallado” (p. 12). Con ella, la narradora experimenta sus primeros miedos y deseos. Pero Santiago acaba con ese mundo apacible y llega en la adolescencia como mensajero del suicidio. Dice la protagonista: “es el intruso que invadió mi cuerpo cuando abrí la primera vena” (p. 7). Surge pues de la violencia y como manifestación de poder:

Señor y dueño de sus aposentos, guarda en sus intrincadas cavernas fotografías llenas de rencor, películas que hace retroceder una y otra vez en la pantalla del hastío. Santiago navega en canoa de rupturas y cuanto más río más se adentra en salivas embravecidas. Su mejor coartada es el sueño. (p. 7)

Santiago es un habitante obsesivo que pretende definir el ser de la narradora: “Para demostrar que siempre habitó este cuerpo, Santiago sacude un paquete de fotografías tomadas desde mi nacimiento hasta el aturdido instante de la separación” (p. 9). Así busca que la identidad se confunda con las fotografías y demás recursos visuales: “posee toda una colección de fotografías, filminas y transparencias que irá enseñando a lo largo de esta asamblea enfermiza. Él es yo y yo soy él.” (p. 9).

Únicamente cuando la protagonista se embriaga, lo ahuyenta, pero él condena sus deslices amorosos al día siguiente, cuando “sale renovado de sus cavernas”. Entonces la “envenena con la cantaleta de la promiscuidad, fluidos indeseables y riesgo de contagio” (p. 16). Santiago es el superyó que la controla; “asegura que observar los siete pecados capitales es la clave de la buena salud. Perderla sería devastador. Controlar gula, envidia, soberbia, lujuria, pereza, ira y avaricia es su mayor obsesión” (p. 16).

Santiago es el monstruo que deja a la protagonista sin aliento, la orilla al intento de suicidio. Pero ella es capaz de salirse de su cuerpo y observarse, como ocurre al final de la novela, cuando ha vencido a Santiago, mediante el sedante que le aplicaron, y ve en los hologramas a su familia, incluida Mina:

Una de las celdas de abajo palpita. La observo. Su latido es tranquilo y espaciado. Me armo de valor y la abro. Se desata una histeria de colores que luego se disipan para dejarme ver un túnel largo. Penetro. Adentro están las memorias. Les hablo; quiero tocar a mis hermanos, tocarme a mí misma que estoy con ellos, pero todos son como hologramas. No logro acostumbrarme y me disculpo cada vez que paso por encima de uno de ellos. Recorro un largo camino. El rojo se vuelve púrpura. Suspiro aliviada al presentir a Mina: reconozco el aliento desfatigado y pleno. No hay rencores por el intento que perdimos. Tomo la mano de su cuerpo azul y me vuelvo unos segundos para verme en la cama del hospital. (p. 98)

En la novela El huésped, de Guadalupe Nettel, esta noción del cuerpo habitado cobra su sentido literal cuando la narradora siente La Cosa como un invasor en su cuerpo. El huésped es el extraño, el enemigo que se va apropiando de lo que no le pertenece, igual que en El camino de Santiago, de Laurent. Dice Ana, en la obra de Nettel: “Mis caderas y mis pechos, antes totalmente pueriles, eran cada vez más prominentes, como si los dominara una voluntad ajena. Poco a poco, el territorio pasaba bajo su control” (2006, p. 124).

Pero hay, desde el inicio de la novela, el recuerdo de una predisposición a ser habitada, que inicia en el gusto por los desdoblamientos. Afirma la narradora: “Siempre me gustaron las historias de desdoblamientos, esas en donde a una persona le surge un alien del estómago o le crece un hermano siamés a sus espaldas” (p. 13). Así que esperaba desde entonces que algo ocurriera en su cuerpo, ¿era el deseo de lo siniestro que aparecía en Ana desde la infancia? Porque “estaba segura de que algún día La Cosa iba a manifestarse, a dar signos de vida y, aunque la idea me parecía espeluznante, no dejaba de buscar en todos los pasillos de mi vida cotidiana como otras personas rastrean las espinillas que hay sobre su cara o las costras de grasa debajo del cabello” (p. 13).

Ana se convierte entonces en la vigilante obsesiva del huésped de su cuerpo. La Cosa, a su vez, se va apropiando de Ana: “La Cosa siempre estuvo conmigo, a veces ajena y respetuosa, a veces entrometida, voraz” (p. 16). Incluso la narradora recuerda que al principio La Cosa tuvo nombre, aunque el nombre ya no importa, el huésped es la propia Ana, pues domina sus acciones frente a los demás: hacía derramar la leche sobre el mantel de la mesa, tropezarse en la escalera, morder a otras niñas en el colegio, hasta que se interpone entre Diego su hermano y ella. Diego significaba el territorio sagrado, pero una mañana se rompió. “La Cosa lo fulminó en cuestión de segundos y a través de mi propia mirada, colocándolo detrás de una frontera cuya existencia descubrimos ese día. A partir de entonces, mi hermano deambuló por la casa como un espectro, una aparición” (p. 22).

La protagonista lucha contra su huésped, pues está segura de que La Cosa es la culpable de la muerte de su hermano y el día del funeral decide guardar las imágenes de su familia para que La Cosa no se apodere de ellos, como lo hizo con Diego. Sin embargo, a través del mundo de los ciegos, Ana se acerca cada vez más a La Cosa. Su propia ceguera le abre el paso a ese mundo siniestro de los cuerpos ciegos, deformes, mutilados, enfermos que son vistos como una tela fantástica pero abominable de la sociedad. Pues si en el siglo XIX el cuerpo monstruoso era visto como una desviación física y a la vez como un infractor jurídico, en las últimas décadas del siglo XX se destaca lo monstruoso en el ámbito moral y social. Quien rompe los cánones de lo físico o lo psicológico en las obras que hemos abordado, sigue siendo un ser excluido, borrado, aunque tenga derechos. Lo físico, sigue siendo visto como un detonante de la monstruosidad en la obra de Nettel.

A partir de esto, podemos pensar en los estudios realizados por Frida Gorbach, quien presenta dos visiones encontradas de los estudios teratológicos desde la medicina y lo jurídico. Una que se rige por la diferencia entre lo «normal» y lo patológico y la otra que ve lo lícito frente a lo ilícito. Así, el diagnóstico y la cura no resultan certeros frente a la naturaleza de los cuerpos rechazados por no entrar en la norma. Frida G. pone el ejemplo de los hermafroditas despojados de sus derechos jurídicos. Mediante una operación, el hermafrodita pasa de lo patológico a lo prohibido. “Esa es precisamente la pregunta que Michael Foucault se hace en Los anormales: ¿qué sucedió para que la monstruosidad física se convirtiera en un acto ilícito?” (Gorbach, 2008, p. 234). La anomalía o deformación determina al sujeto como delincuente o por lo menos sospechoso, pues lo «anormal» es visto como la evidencia que empuja hacia la criminalidad. Este punto de vista lo podemos poner en diálogo con El huésped, de Nettel, pues en ese mundo ominoso los ciegos son los que cometen actos ilícitos:

— ¿Hace mucho que conoce al Cacho? —pregunté para entablar conversación.
— Va a hacer diez años.
— ¡Diez años! ¿Y desde entonces andan por aquí pidiendo limosna?
— Sí, entre otras cosas (Nettel, 2006, p. 117).

Los ciegos piden limosna, se prestan a negocios fraudulentos y habitan el espacio subterráneo. El simbólico mundo del metro es el espacio oscuro, en donde ellos se mueven como una sociedad secreta. De esta perspectiva podemos destacar lo que Gorbach llama el borramiento del sujeto. Los ciegos están confinados al instituto en donde caminan como autómatas y a la calle o al metro, en donde piden limosna y cometen ilícitos. Así son anulados en la sociedad a la que 'pertenecen' y sometidos a una doble moral; se rigen por las normas de lo prohibido y quedan al margen de la ley. “En este caso su crimen no se reduce a la afectación de los derechos de un tercero, sino que el delito está inscrito en el cuerpo mismo” (Gorbach, 2008, p. 237). La Cosa que habita a Ana, la protagonista de El huésped, es vista por la narradora como culpable de la muerte de Diego, su hermano, y del secuestro de Marisol, la amiga del Cacho. Pero Ana es La Cosa, su huésped, por lo tanto, es ella quien infringe las leyes y se señala a sí misma a través de su cuerpo habitado.

Finalmente, encontramos, en el mundo narrativo de Valeria Luiselli, el miedo a tener un cuerpo malformado o ciego. La narradora de Los ingrávidos nos dice:

Cuando me embaracé de la bebé, el doctor me dijo que este embarazo era 'de alto riesgo'. Dejé de fumar, de beber, de caminar. Tenía miedo de que la bebé no se terminara de formar, o que se formara mal: la espina dorsal incompleta, chueca; el sistema nervioso desengranado; retraso mental, lento aprendizaje, ceguera, muerte súbita. No soy religiosa, pero un día en la calle me asaltó un ataque de pánico —mi hermana Laura me explicó después que lo que había tenido era un ataque de pánico— y tuve que detenerme en una iglesia. Entré a rezar. Es decir, entré a pedir algo. Recé por la bebé sin forma, por el amor de su padre y su hermano, por mi miedo. Cierto silencio me devolvió la certeza de que en mi vientre tenía un corazón, un corazón con aorta, lleno de sangre; una esponja, un órgano que latía. (2011, p. 37).

Y este miedo, horror manifestado por algunos personajes, también se ve en el ámbito divino.  En El beso de la liebre de Tarazona, Hipólita sufre una transformación después de La Gran Peste, tiene la lengua bífida como una víbora y “Dios se escandaliza pues la apariencia de su elegida lo remite al mal, así que ordena al emisario que acabe con ella para que vuelva a nacer” (Guillén, 2013, p. 107). Estas ideas correctivas nos hacen ver el nivel de arraigo que tienen todavía los prejuicios morales, estéticos y jurídicos frente al cuerpo enfermo o diferente. En Luiselli, leemos:

La ceguera, como los castigos y las cataratas, viene desde arriba, sin un propósito o sentido determinable; y se acepta con la modesta resignación de un cuerpo de agua atrapado en una cuenca, perpetuamente alimentado por más de sí mismo, y finalmente remplazado por su propia materia enferma. (p. 72).

Así, en la enfermedad, el personaje de Los ingrávidos se releva a sí mismo, es su propio fantasma, dice. “Pero a la vez, la enfermedad, y quizás de un modo particular un mal como el mío, que se expresa en la ceguera, permite al aquejado mirarse como miraría la pintoresca caída de unas cataratas impetuosas —desde lejos, sin mojarse, azorado pero no tocado por la experiencias—.” (p. 73).

Conclusiones

Luego de hacer este recorrido panorámico y representativo en la obra de las novelistas mexicanas contemporáneas, podemos considerar por lo menos lo siguiente:

1) La metamorfosis nos acerca, como estrategia narrativa, a la visión crítica de un sujeto nuevo, reconfigurado desde el confinamiento. Pone ante nuestros ojos el post-humanismo, en tanto que hay un reconocimiento al mundo animal y de los objetos como parte del sujeto. El sujeto ahora es, entonces, también sus borrosidades, sus contornos, lo que lo desarticula. Así las novelistas mexicanas, llevan al límite las visiones de la crítica literaria del sujeto con la transformación de la mujer en animal, como una opción de sobrevivencia.

2) Las novelistas mexicanas del siglo XXI abren puertas de autocrítica en los estudios de género al ser leídas desde el concepto de ‘matrofobia’. Las complejas relaciones madre-hija empiezan apenas a explorarse con mayor detenimiento en la literatura. ¿Qué zonas oscuras de la condición femenina puede iluminar la literatura desde esta temática?

3) Con la idea de los cuerpos habitados, hay una reconfiguración de la subjetividad en la que se pone en evidencia el concepto de ‘alma’, sobre el que es necesario reflexionar en este siglo XXI. Hay una evidente crisis del sujeto. Necesitamos nuevos parámetros para construirnos como seres humanos. El lenguaje hace palpable esta urgencia.

4) La idea de que la literatura se autorrefiere con la noción del doble, del otro, del fantasma, nos llevará a revisar la visión posmoderna que abrieron Octavio Paz y Jorge Luis Borges. ¿Cuáles rupturas aparecen, además de los márgenes, al cruzar estos conceptos con los de ficción, autoficción y metaficción? Es una tarea pendiente.

4) Los mitos como el de Eva, Lilith, Meridiana, etc., son retomados y trastocados con la mirada intervencionista de la cultura mexicana. Ahora no es la serpiente quien seduce a Irma, ella se convierte en reptil y tira su pellejo en un acto que resulta simbólico, de resiliencia contra el dolor.

5) Las nuevas novelistas mexicanas dialogan también con las problemáticas sociales como la violencia familiar, la explotación sexual de los infantes, el odio a la madre; pero no para denunciar (aunque la realidad en segundo grado —como diría Ricoeur— es inminente), sino, ante todo, enfrentan a los sujetos representados a sus condiciones interiores apremiantes. ¿Se podría hablar de un nuevo realismo, nutrido de lo fantástico, pero también del existencialismo?

 

REFERENCIAS

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Submetido em 13/10/2018; Aceito em 13/12/2018


Notas

[2]Beatriz Meyer (Cd. de México, 12 de julio de 1961). Narradora, poeta y ensayista. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM. Es egresada de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha sido becaria del INBA, Conaculta y del Fonca Estatal de Puebla. Colaboradora de La Jornada Semanal, La Jornada de Oriente, El Nacional, entre otros. Algunos de sus cuentos se incluyen en las antologías Insólitos y ufanos. Antología del cuento en Puebla 1990-2001Los mejores cuentos mexicanos del 2002.

[3]Patricia Laurent Kullick (Tampico, Tamaulipas, 22 de enero de 1962). Ha publicado los libros de cuentos: Esta y otras ciudades (1991), Están por todas partes (1993), "El topógrafo y la tarántula", "Infancia y Otros Horrores" (1996), y la novelas: El Camino de Santiago (2002), El Circo de la Soledad (2011) y La Giganta (2015). Recibió el Premio Nuevo León de Literatura 1999 por El camino de Santiago.

[4]Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1º de octubre de 1964). Narradora y poeta. Estudió Sociología en la ENEP-Acatlán de la UNAM, la maestría y el doctorado en Historia Latinoamericana en la Universidad de Texas en Houston (USA). Ha sido profesora en la UNAM, la UAEM, la San Diego State University; la Universidad de Pauw, Indiana y el ITESM, campus Toluca, donde también fue codirectora de la Cátedra de Humanidades. Colaboradora de El Cuento, La Palabra y El Hombre, Macrópolis, El Nacional, Punto de Partida, entre otros. Becaria del FONCA, del Centro de Estudios México-Estados Unidos. Ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores, Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 1987, Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 1997, Premio Sor Juana Inés de la Cruz 1997 y 2009, Premio IMPAC-CONARTE-ITSM 2000, Premio Nacional Juan Vicente Melo 2001, Premio Anna Seghersz 2005 y Premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco 2017.

[5]Guadalupe Nettel (Cd. de México, 27 de mayo de 1973). Estudio Letras Hispánicas en la UNAM y es doctora en Ciencias del Lenguaje por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Es autora de las novelas El huésped (finalista del Premio Herralde 2005), El cuerpo en que nací (Premio Herralde 2011) y Después del invierno (Premio Herralde 2014). También ha escrito los libros de cuentos: El matrimonio de los peces rojos (Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero) y Pétalos. Ha sido traducida a más de diez lenguas y ha obtenido, además, diversos galardones, como el Premio Nacional de Narrativa Gilberto Owen, el Antonin Artaud y el Ana Seghers.

[6]Daniela Tarazona (Cd. de México, 23 de junio de 1975). Narradora y ensayista. Estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana. Realizó estudios de posgrado en la Universidad de Salamanca, España. Ha sido jefa de redacción del suplemento de libros Hoja por hoja de Reforma y colaboradora en las revistas Letras LibresLuvinaCrítica y Renacimiento (Sevilla, España), así como de los suplementos semanales Laberinto de Milenio Diario y El Ángel de Reforma. Fue becaria del FONCA, en la categoría de novela, 2006-2007 y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Autora de dos novelas: El animal sobre la piedra (2008) y El beso de la liebre (2013).

[7]Alma Delia Murillo (Cd. de México, 1979). Estudió Dramaturgia y Actuación. Colaboradora de la columna sabatina Posmodernos y jodidos en el diario digital SinEmbargoMx, en la revista erótico-literaria SoHo México. Ha publicado el libro de cuentos Damas de Caza (2011), y las novelas: Las noches habitadas (2015) y El niño que fuimos (2018).

[8]Valeria Luiselli (Cd. de México, 16 de agosto de 1983). Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y Literatura comparada en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Autora de los libros de ensayo: Papeles Falsos (2010)​ y Los Niños Perdidos (2016), así como de las novelas: Los Ingrávidos (2011) y La historia de mis dientes (2014). Ha publicado en periódicos y revistas como Letras Libres,​ The New York Times, y Dazed & Confused y en el periódico El País.

[9]Regionalismo del Occidente de México utilizado para nombrar un tipo de hormiga diminuta.

[10]El referido es Silvestre II, Gerberto Aurillac, primer papa francés, elegido en 999. Se creía que practicaba la brujería, tenía pacto con el demonio y que este se hizo mujer para estar con él siempre. “En los antiguos códices guardados en catedrales y museos pueden encontrarse grabados en los que se representa a Silvestre II en compañía de Satanás. El periodo en el que le tocó vivir era propenso a este tipo de mitos: el primer cambio de milenio”. (Cervera, 2015, s/p).

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